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Por Redacción , 17 de septiembre de 2023 | 21:49

La Casa Bruja: espacio soberano, correo y sede de la banda militar

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Juan Carrasco Noches construyó la primera casa bruja en medio de la Pampa del Corral. La Banda de Eduardo Caro estuvo después ahí. La segunda casa bruja, en la esquina de Simpson con Prat.
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Cuesta creer que en Coyhaique, una simple construcción levantada como grito de protesta, fuera además del primer correo, un lugar de encuentro con la banda de músicos…

La banda había llegado en la madrugada a tomar colocación cerca del muelle. A una orden del director, sus nueve músicos dibujaron en el viento algunos rítmicos valseados y marchas castrenses que hicieron remecer los corazones y emocionar hasta las lágrimas.  Las vecindades y los mirones se fueron a instalar cerca de la cocina y en un rato largo los humos de los caños se alzaron azulinos por los techos. Ese leve movimiento respondía a la llegada del vaporcito que se acercaba a la distancia hasta formar un minúsculo punto que crecía. 

Los músicos abandonaron el estrado y con paso marcial se dirigieron hasta el muelle mientras preparaban solemnes aires del Ravetsky, Yo tenía un camarada y Lily Marlen, aguardando la entrada de la nave a una veintena de metros del muelle de atraque. 

La señora Guillermina

La viuda de Eduardo Caro se llamaba Guillermina Lorca Puschel. La llamé para ir a su casa de la Quinta Santa Cecilia y me hablara de su marido, el director de la banda, se alegró muchísimo. Por fin alguien se acuerda de mi viejo, me dijo nerviosa.

Cuando llegué, estaba muy contenta y sonreía con su voz aguda. Es que aquí mismo donde estamos se levantó la primera casa bruja también. Ese señor se llamaba Juan Carrasco y era peón y capataz en la Estancia Ñirehuao.

Deben quedar en el pueblo una media docena de vivientes que conocen lo que sucedió con esa banda. La señora Guillermina se fue poco tiempo después de que se grabara su testimonio y me siento afortunado de haber plasmado ese relato.

Quedan resabios de esos acordes, fumarolas de melodías que se enredan todavía entre los árboles de la chacra al lado del río Coyhaique. Efectivamente, es el mismo lugar donde se levantó la casa bruja de Carrasco. Da la impresión de oír todavía los misteriosos sones de los burles y los clarinetes, los mismos que sonaban en los ensayos con el contingente de músicos dirigidos por su instructor.

El instructor Eduardo Caro

Tal vez a los nuevos coyhaiquinos no les importe mucho aquel hombre que brilló con luces propias. Eduardo Caro Vallejos figura entre los gestores de las románticas bandas instrumentales que desfilaban los domingos en la mañana en el mismo escenario donde los fieles de la misa abandonaban la iglesia y se deleitaban con los sones marciales de la música de los militares del kiosco de la plaza.

Caro perteneció a los primeros cien reclutas que en 1946 integraran el Regimiento Bartolomé Vivar y en esa Quinta Santa Cecilia vivió sus primeros días como instructor, junto a su mujer y a sus hijos. Era un sitio ya asignado al militar cuando vino a hacerse cargo de sus labores de formación del contingente de músicos. Llegó de Valdivia y se quedó para siempre en esas tierras coyhaiquinas. Un capitán de Los Ángeles había enviado esos cansados instrumentos, y en ese instante constituían verdaderos tesoros para iniciar los trabajos de ensayo. Dentro de su equipaje personal se incluyó un cajón con enseres dados de baja en el Regimiento Húsares de Angol. Venían tubas, saxos, burles y clarinetes, contrabajos militares, platillos, varios bombos y triángulos.

Después de los primeros meses de ensayos, el joven grupo de músicos estuvo preparado para salir a las calles. Había nerviosismo y tensión –cuenta la señora Guillermina–, aunque ellos hacían las cosas bien, tocaban piezas musicales maravillosas. Serían las primeras incursiones en público frente a una comunidad que les esperaba. Esas nerviosas retretas de domingo en la plaza se dejaron sentir plácidas y muy agradables. Una mañana de verano, la música desbordó a un pueblo adormilado, inundando las calles silenciosas de una marea de briosos acordes marciales y arrastrando a la gente hasta una plaza de domingo. 

Pronto el nombre de Eduardo Caro fue aclamado, y su fama alcanzó a otros sectores. A Puerto Aysén fue mandado buscar para integrarse con su contingente a los avezados carabineros de la banda del principal puerto. Fue un verdadero mentor en las lides de la banda instrumental.

Y ya que estoy en este lugar, aprovecho el impulso.

Esta casa del río donde Caro llegó a vivir y a ensayar a la primera banda de músicos, tuvo una importante misión a principios de 1924, época en que se sentían las tormentas de una rebeldía muda entre los grupos de trabajadores de la estancia Coyhaique.

Nadie estaba contento entonces. Se les había prohibido tener tierras propias para formar familia, hijos y vida.  Los planteamientos de aquella estancia no eran preocuparse del personal sino de las ovejas, ya que de eso vivían y lucraban. Los trabajadores estaban ahí para cumplir otras funciones.

Ya hablé en la crónica Demasiados troncos quemados sobre la particular llegada de Foitzick a la pampa y a la muy histórica contravención de subir sus carretas por encima de las alambradas, en un acto de soberanía y desobediencia civil.

Ramona Jara y Nicanor Schoenfeldt estuvieron ahí. Se habían casado y estaban en su casita. Él trabajó en la construcción de la casa pero ella lo recordó.

¿Cómo se construyó la casa bruja?

Pues bien. La casa se construyó casi de la misma forma en que don Juan pasara por encima de las alambradas: desobedeciendo las ordenanzas de la compañía ganadera. 

La noche del 27 de julio era invierno oscurecido en 1924 y reinaba una turbulenta actividad en las confluencias. Muchos jinetes, caminantes y peones se quedaban a dormir bajo los coigües. Grupos de pobladores habían decidido terminar con las injustas leyes internas de la compañía que quería evitar a toda costa que creciera un poblado en medio de las labores de producción. El grito fue tan poderoso que avasalló toda la calma del valle. Desde el campo cercano a los hermanos Antecao a un kilómetro monte arriba hacia Laguna Verde, ya se habían iniciado trabajos dispersos y rápidos para el manejo de vigas, columnas, piederechos y bazas en busca de lograr que el levantamiento ocurriera a la hora señalada, cuando el sol aparezca por las laderas del norte.

Dos carpinteros chilotes eran los soberanos de la jornada bruja, y con gritos destemplados y extraña pachorra lograban levantar las cabezas de todos los que construían. Eran Gabriel Chávez y José Cárcamo y se sentían capaces y briosos para construir y acarrear. Estaba por ahí el niño Vicente Solís y el joven Nicanor Schoenfeldt. La construcción apareció en medio de la noche en el improvisado sitio de la barda del regimiento.

La construcción fue llamada así, casa bruja, por la veloz entrada hasta ese oscuro sitio de cerca de los ríos, la única capaz de aparecer sin aviso justo al alba y con una bandera chilena flameando en un mástil de coigüe.

Después de la primera, llegaron otras.

La estancia proponía la virtud de llevarse para siempre los recuerdos para que el ojo no se distraiga y mire de frente. Hombres solteros, solos, sin historia y casi sin rumbo, bajaron de los vapores a los muelles de Puerto Aysén para empezar a quedarse. Arranchados bajo los coigües, expertos en dolores y olvidos, negrearon por las noches y se hicieron avance sobre las carretas con lluvia de cuarenta días y silbido de perros. 

El maestro Ramón Contreras de Gallipao se había puesto gordo de tanto comer capones y no se encontraba muy dispuesto a armar una casa junto con tantos hombres jóvenes. Agitándose al aire impartía órdenes sin remilgos, ondeando su bombacha oriental marca Uruguayes. Y de tanto gritar se cansó y bajó de la obra, dirigiéndose al fuegón. Dijo:

—Si hacemos esta casa, será fácil después hacer otras. Pero si no la hacemos, nos quedamos sin pueblo.

Probablemente llegarían otras casas parecidas dentro de poco tiempo, ya que la voz se corrió entre la peonada y los camperos. Y se les inundó el alma de regocijo, sabiendo que era la última señal posible para obtener un derecho natural de posesión y de soberanía.

Llegaron otras, pero sin mucho impacto. Llegó la Berta Rodríguez, su madre Enriqueta Jarpa y su tío Carlos Rodríguez Jarpa y levantaron una morada pequeña de una pieza, comedor y piso de tierra. Llegó también Julio López y sus hijos. Llegaron un día unos agrimensores despedidos de la Estancia por llegar tarde a las labores de mensura. Estuvieron ahí un par de días, fumando y haciendo absolutamente nada, hasta que partieron a la Argentina a olvidarse para siempre de la tierra aysenina.

Por la cuesta del Arenal entraron un día varios hombres a pie, portando algunos maletines, bolsas y pilguas. Los menos, entraban a caballo, otros en burros o mulares, el resto en carretas de bueyes. Eran los carpinteros nuevos, esos que fueron mandados a buscar no sólo por los ingleses, sino por mucha gente, recomendando venir a levantar casas y ojalá quedarse para siempre en el futuro pueblo de Baquedano.

Los Schoenfeldt se fueron más lejos de ahí

Ramona Jara se casó con Nicanor Schoenfeldt y construyeron más allá del barullo ése de la famosa plaza y sus carreras y hotelillos. Se corrieron lejos, incluso más lejos que las últimas casas de López que era el alambrador de confianza de los ingleses. 

Los Schoenfeldt buscaron un sitio apartado. Antes de eso, doña Ramona, cuando estaban en el hotel, escuchó el rumor de que se levantaría una casa de la noche a la mañana y eso sería una declaración de chilenidad entre los peones y trabajadores. Su marido iba a conformar la cuadrilla de carpinteros. Esa noche le redobló la ración de pan y tortas fritas, incluso le hizo unas empanadas y le puso un botellón de vino tinto para que pasara la noche contento. Al otro día regresó a casa sin dormir y le dijo a su mujer:

—Al menos, por fin vamos a tener un pueblo.

Llega Victoria Travotich y el correo

Vicente Solís era un muchachito de unos 14 y estuvo presente en la cuadrilla de la construcción. Después del episodio se incorporó Victoria Travotic para hacerse cargo del correo, recibiendo las cartas que transportaban los valijeros desde el barco.

Y la última instancia se la dejo al uso que se le dio después a esta casa cuyo dueño era Juan Carrasco. Cuando aquella excepcional viuda llamada Victoria Travotich acudió hasta esta tierra para adormecer su tristeza de soledad, el servicio de correos al que ella venía a representar en calidad de funcionaria ad honorem, aún estaba pensándose. No pasarían muchos meses cuando aquella alegórica edificación conocida como la casa bruja de Juan Carrasco comenzó a ofrecer un servicio básico pero dotado de enorme efectividad. Estamos situados en 1930, año que llega esta mujer, a la cual muchos recordaron siempre por su postura tendencia a afectivizar sus labores, no sólo cantando las designaciones de los que recibían correspondencia y que esperaban ávidamente escuchar su nombre, sino también consolando a quienes no recibían despachos esta semana, con palabras de aliento y frases esperanzadoras.

Tan noble función ―la inicial―, no se parecería en nada a las que surgieron al decenio siguiente, cuando esforzados chasquis o mensajeros libraron una desigual lucha contra las distancias, repartiendo correspondencia a los cuatro puntos del territorio. Aquella casa de dos aguas conocida como la casa bruja albergaría entonces el primer establecimiento de correos de Coyhaique.

 

OBRAS DE ÓSCAR ALEUY

Óscar Aleuy, escritor coyhaiquino

La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona). 

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