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Por Oscar aleuy , 25 de mayo de 2024 | 23:08Petronila Henríquez, una pionera en medio de la nada
Atención: esta noticia fue publicada hace más de 5 mesesEn Aysén se acostumbra llamar gauchas a las pioneras rurales que demuestran especiales destrezas para las labores de campo. Es la historia de esta mujer la que nos permitirá entenderlo. (Óscar Aleuy)
Petronila Henríquez Arriagada fue del grupo de las primeras mujeres que llegaron para quedarse. Provenía de Vilcún, donde había nacido en 1904, pasando la mayor parte de su niñez en Temuco. En 1920 un amigo de su esposo los convenció para acompañarlos hasta Aysén. Ella tenía dieciséis años, recién casada con Herminio Lavados, su primer marido. Se embarcaron en el Yates, un pequeño buquecito a vapor, y embromamos ocho días (sic). Cuando llegaron a Puerto Aysén, no alcanzaron a contar más de cuatro casas: la administración de la Compañía, el retén de carabineros, el hotel Vera cerca del muelle y un galpón grande donde se alojaban los peones. Había mucho movimiento de carros hasta el Río Coyhaique, donde la compañía también administraba galpones y depósitos de lanas con unos señores ingleses.
—Es que había muchos cuando llegamos y algunos fueron muy buenos con nuestra familia, pero otros no tanto —dijo en voz baja la pionera.
Los primeros pasos
Al llegar a Puerto Aysén, venían unas quince personas, la mayoría gente de trabajo caminando o a caballo o en carretas preguntando dónde quedaban los predios de Juan Foitzick, que era medio pariente de la Petronila. Llegaban con el propósito de ofrecer fuerza laboral y no en calidad de visitas. A don Juan le parecía muy bien cuando lo buscaban las personas para pedir trabajo. Eran necesarias. Todo estaba por hacer y faltaban brazos, gente para cubrir sus miles de hectáreas y su gigantesca hacienda.
Herminio buscó trabajo en la compañía y se convirtió en agricultor, esperando que Anderson lo contrate de capataz de ovejero, en una población de la misma estancia ubicada al lado del futuro Verdín. Ese sueño se cumplió en pocas semanas. Primero preparó y levantó terrenos para sembradíos, administrando las tierras y manejando gente para sembrar avena. Entre tanta familia que traía, venía doña Petronila, casada tempranamente a los 16 años. Siendo su marido el hombre laborioso y trabajador que era, se alegró muchísimo cuando fue contratado en El Coyte por un tal José María Martínez, un hacendado que lo conchabó por mucho tiempo, hasta que empezó a sentir los primeros dolores del reumatismo, por lo que tuvo que él mismo ir a hablar con Anderson para que le encomendara ocuparse en otra cosa. El administrador mandó al matrimonio a trabajar al Balseo, y sería ésta la primera oportunidad para que, mientras él se quedaba como balsero, ella encontrara una actividad rentada, que era la de atender una posada para dar almuerzo y alojo a los trabajadores, oficio que mantuvo durante siete años al lado de otra gloria de las cazuelas y los alojos, la famosa Laurentina Barrientos, gran mujer que administraba su posada restaurante en el sector de El Correntoso.
¡Qué grandes instancias cumplió doña Petronila! ¡Qué mujer desprendida y bondadosa! Mientras su marido atendía la balsa compuesta por dos botes maniobrados por cadenas, ella ordenaba y distribuía los espacios de la casa grande de dos pisos que ya estaba amoblada, y la adaptaba para prestar servicios de comida, alojamiento y hasta teléfono, uno de manivela que se destacaba en una de las paredes oscura de la casa, costumbre vital de los ingleses. Para eso, debían solamente comprar los víveres y esmerarse ellos mismos en ofrecer un buen servicio, el que fue bastante bien reconocido por las gentes de la época.
La segunda misión, su posada
La posada de doña Petronila fue tan recordada en la mente de los antiguos que es necesario detener los recuerdos en esta parte. Era un albergue y parador ubicado en pleno corazón de El Balseo, lugar donde acudían muchos empleados, patrones, jefes de servicio y también autoridades inglesas que administraban las estancias de Ñirehuao y Coyhaique Bajo. Ahí se veían argentinos que llegaban descolgados de las pampas en grandes grupos, empleados públicos que buscaban paradillas para relajar sus nervios por los largos viajes y gente de las casas ciudadanas, de las grandes oficinas fiscales. Los públicos de la época. Era un verdadero acontecimiento cuando se anunciaba por el magneto la presencia de los pasajeros que normalmente pasaban tres o cuatro días ahí, a causa de las pésimas condiciones climáticas. Por ejemplo, nunca un administrador iba solo a quedarse a la posada, sino que se hacía acompañar por su ayudante, generalmente un muchachón trabajador y acomedido que se encargaba de los bueyes, las cabalgaduras, las provisiones y que incluso le lavaba la ropa y le servía los amargos en momentos de quietud.
Otros clientes habituales de doña Petronila eran los carabineros de los retenes cercanos, esos del mismo Balseo, los de Correntoso y a veces los de Mano Negra, que andaban revisando el territorio y limpiando al matreraje de esos lados.
El conflicto con Anderson
Cierta vez, Juan Foitzick llegó por esos lados de pasada con una tropa de animales para el puerto, una tropa que tenía que ir a vender a Puerto Montt. Andaba con una hija, la Sarita. Llovía a raudales allá en el volteo donde se juntan los dos ríos. Un poco más acá se hallaba el viejo retén de carabineros donde se habían hospedado para pasar la noche. Don Juan, estando ahí con su hija, fue a comprar pan donde doña Petronila a su posada y ahí se encontraron y se conocieron por primera vez.
Extrañada, la mujer le preguntó al viejo pionero que dónde iba a pasar la noche.
—Ahí me arreglaron un lugar los carabineros del retén—le explicó don Juan.
—¿Y anda solo usted?
—No. Ando con la Sarita.
—¿Con la Sarita? ¡Por Dios, al tiro voy a buscarla para que pasen aquí la noche!
Y con sólo aquel acto de buena voluntad y cariño, doña Petronila se convirtió en la peor enemiga de los administradores ingleses, ganándose el afecto incondicional de Foitzick y su familia. Claro está, los ingleses no podían ver ni sentir al ganadero Foitzick al lado, pues su presencia representaba un peligro y un molestoso precedente de rebeldía que les prohibía su trato directo. Era un hombre que contravenía sistemáticamente las ordenanzas internas de la compañía.
La consecuencia fue que ocho días después bajaba Anderson de las oficinas de la estancia con el rostro desencajado, pues había recibido órdenes estrictas de sus superiores de terminar con el problema de Juan Foitzick. Por eso, cuando se encaró a la administradora de la posada, sus palabras no eran buenas ni apacibles.
—Señora Petronila ¿A quién le dio hospedaje usted no sé qué día aquí en la casa? ¿Acaso no sabe que esta casa es de la Compañía?
—Claro que sé, señor. Era don Juan y su hija pequeña, que se iban a alojar casi a la intemperie, teniendo yo aquí todas las comodidades.
—Mire señora —le dijo Anderson subiendo la voz —nosotros la tenemos a cargo de esto para que atienda sólo al personal de la compañía, pero en ningún caso está usted autorizada para atender a los cuatreros.
Doña Petronila tragó saliva, contuvo la rabia y esperó. Sus oídos no podían creer lo que estaba escuchando. O sea, estos señores habían tenido tantos conflictos con los Foitzick que los consideraban como unos bandoleros, la última decadencia del hombre. La pionera, a pesar de eso, en ningún momento perdió la calma.
—Señor Andersen—le dijo—, este hombre nos atendió muy bien cuando llegamos acá con las manos vacías al territorio. Y sin trabajo. Lo menos que podía hacer por él era retribuir de alguna forma...
—Estuvo mal lo que hizo. Y tendré que informar a mis superiores, doña Petronila. Todos sabemos que ese tal Juan es un sujeto mal visto por los ingleses.
—Don Tomás, usted no puede ser tan duro conmigo...
—Yo solamente cumplo órdenes, estimada señora.
Y se fue, dejando a la administradora muy preocupada. Pero a la semana siguiente recibió una llamada telefónica del mismo inglés, algo más tranquilo y sosegado.
—Usted ha sido perdonada—dijo. Pero será esta la última vez. De aquí en adelante la posada será solamente para atender los requerimientos de la compañía y todos los que estén involucrados con ella. ¿Entendió?
—Sí, míster. Así se hará. Como ustedes digan.
Cambio de planes
Una vez que recibieron las cariñosas recomendaciones de los ingleses de la administración, los Lavado Henríquez no tuvieron que pensarlo mucho para irse, pensando en el miserable sueldo que les pagaban los místeres y en las condiciones en que se desenvolvían, prácticamente soportando todo tipo de vejámenes.
Cuando se dio el vamos a la primera construcción del pueblo, fue también a la mala, en contra de las ordenanzas, ya que era la única forma de sobrepasarlos. Juan Carrasco, el héroe de la noche de la casa bruja, anda por ahí en las historias de Coyhaique con su valentía y gran visión de futuro, el que verdaderamente se atrevió a iniciar todo esto. A Carrasco se uniría el famoso carabinero Juan Cabrera, un verdadero paladín que demostró hasta qué punto la policía, que estaba a las órdenes de los administradores ingleses, se encontraba a favor de los pobladores. Cuando el papá de doña Petronila se apoderó de un campito de cuarenta hectáreas cercano al Verdín, y se negaron a darle certificado de posesión, el hombre se resistió a abandonarlo y ahí estaba el carabinero que venía a desalojarlo, aceptando mates y simpatía por parte de la familia.
—Quédate no más Manuel, no salgas, si yo vengo es porque me mandan, yo no te quiero sacar —le dijo.
Juan Cabrera se había estado portando tan bien con Henríquez que el sargento primero se ganó el cariño de toda la familia.
Petronila Henríquez se casó en segundas nupcias con Felisberto Jara, hijo del hacendado más rico de la provincia, don Belisario. Hay que considerar que Belisario Jara era muy justo y desprendido con quienes acudían siempre a solicitarle trabajo. Cuando no quedaba nada que ofrecer, simplemente le decía que fuera a elegir un animal a su gusto para que se afirme la familia con víveres para una semana mientras salía una oportunidad.
Toda la parte aledaña a los límites con Argentina y hasta el sector de El Salto correspondían a tierras de Jara, que eran tomadas en forma espontánea por quien llegara, haciéndose dueños en la medida que hubiera capacidad para poner hacienda. Al lado de esos caminos que daban a la Aldea Beleiro estaban las posesiones de Jara Henríquez, con negocios y posadas, las que con el tiempo se fueron haciendo muy conocidas entre los troperos.
Las últimas posadas en Balmaceda, Lago Frío y Baquedano
Mientras tanto, ya funcionaban en lo que luego sería Baquedano el hotel Cadagán y el hotel Cautín de Manuel Vidal, que también era yerno de don Belisario. Y había una cancha de carreras que fue el motivo principal de reunión de tantísima gente gaucha que luego se encontraría para hacer el pueblo, en medio de ramadas y fiestas. Eso sería el nuevo pueblo de Baquedano. En la mitad de los preparativos, esta dama pionera se independizó de los ingleses y compró enseres de cocina donde Holmberg en Aysén para armarse de su propio restaurant en El Balseo. Después iría a Lago Frío también con una posada y en Coyhaique ocuparía con su segundo marido la casa que luego sería de los Zúñiga del supermercado, la que tenía un miradorcito en el frontis, frente a la pensión La Pastora. Herminio Lavados y Felisberto Jara fueron sus dos maridos. Con ellos llenó su vida de hijos, en total trece. Hijos que prevalecieron como símbolos de nuestros primeros días de poblamiento, gracias al empuje de sus padres pioneros, a quienes poquísima gente reconoce.
Hay un momento de luz y otro de oscuridad para las sufridas vidas de los que llegaron primero. Son esas las condiciones de oposición y contraste que permiten que todos los motores sigan funcionando a toda máquina en Aysén.